06 marzo 2011

"El ladrón de morfina" de Mario Cuenca Sandoval



Debería escribir una crítica diciendo cómo me ha enganchado el libro y todas las cosas buenas que tiene, pero en vez de eso voy a contar una anécdota que me pasó mientras lo leía -o lo intentaba leer- en un café de Brest que se llama Le Baobab. El café está enfrente del castillo de la ciudad y ese día era la primera vez que entraba. El dueño es un hombre negro de unos cincuenta años con acento de las Antillas o de la Martinica y el sitio, por cómo está decorado, podría ilustrar perfectamente una definición de la palabra kistch en una enciclopedia: luces de navidad todo el año, muebles de skai, vitrinas con porcelana, esculturas africanas, neones, letreros luminosos, mesas de madera maciza y lámparas de los 70, todo junto y sin ningún orden. ¿Quién podría resistirse a entrar?

Un día, serían las seis de la tarde, pasé por la puerta y entré, pedí un chocolate, me senté a una mesa junto a la ventana y al poco de sacar el libro y abrirlo para empezar a leer, el dueño me dio un grito y me dijo que allí no podía estar haciendo eso (no puedo asegurar que no me hubiera dicho lo mismo con otro libro, pero me lo dijo con El ladrón de morfina). Yo al principio me lo tomé a broma, porque no termino de comprender muy bien el humor de los franceses, así que me reí y seguí como si nada. Pero al momento el hombre me volvió a gritar y ya vi que iba en serio. Un poco extrañado, me levanté, recogí las cosas y me fui para la barra para que me explicara. ¿Qué pasa? Entonces el hombre me dijo, intentando ser amable, que en su café no estaba permitido leer y me contó una historia muy extraña: Una vez un hombre había montado una pelea en aquel bar porque estaba leyendo el periódico con los brazos muy abiertos y cada vez que pasaba las hojas le daba golpes a los de al lado, así que desde que eso pasó ya no dejaba a nadie leer allí, ni periódicos ni libros ni nada. Leer causa problemas.

Una lógica así no se puede rebatir. Es demasiado aplastante. Así que no le contesté y me fui.
A pesar de mis esfuerzos, no me terminaba de creer lo que me había contado. Aunque, la verdad, cuando una historia suena tan ridícula, la mayoría de veces suele ser cierta, ¿a quién se le ocurriría contar algo tan tonto si no es verdad? Como vengo de un sitio mucho más prosaico y menos poético que la Bretaña, lo que yo pensé como explicación a todo aquello es que la gente que iba a leer a aquel bar (y a todos los bares) normalmente se pide un café y se tira las horas muertas sin pedir nada más, y el hombre, que lo que quiere es ganar dinero, no quiere que se le llene el café de pseudo-intelectuales que no consumen.
En fin, Brest.

Si esto fuera una fábula de Esopo, debería acabar este relato diciendo: La enseñanza que tomamos de esta historia es que tienes que leer en tu casa y no ir a la casa de los demás a molestar con ese ruido que haces al pasar las hojas. Pero como no lo es, la enseñanza que saco es que merece la pena leer El ladrón de morfina, pero mejor donde no te vea nadie.

*

3 comentarios:

raúl quinto dijo...

un saludo desde tu prosaica patria chica, aquí es difícil que echen a alguien por leer, a nadie se le ocurriría abrir un libro en un bar, casi ni en sus casas....

alguien dijo...

Vale la pena ir a la guerra con tal de leer El ladrón de morfina. Maravilla de libro.

Juan de Dios García dijo...

Genial entrada, Curri.